Comenzamos un año más el mes de noviembre con dos fechas de mucho contenido humano y cristiano. El día 1, festividad de Todos los Santos, haremos memoria de todos los hombres y mujeres que a lo largo de la historia han sido fieles al camino de Dios y ahora comparten su vida para siempre. El libro del Apocalipsis, en un fragmento que se lee en la liturgia de este día nos habla de “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos” (Ap 7, 9). Una muchedumbre inmensa delante del Cordero, es decir, de Jesucristo muerto y resucitado, el primogénito de muchos hermanos.
Al día siguiente, el 2 de noviembre, haremos memoria y rezaremos por todos los fieles difuntos. Para los creyentes, aquello que da fuerza y sentido a este recuerdo es sobre todo nuestra fe. Esta fe se expresa en una gran confianza en el Dios que es Amor y Bondad infinita, a cuyo amor y bondad confiamos a nuestros queridos difuntos. Estos días, sube a nuestros labios esta plegaria tan sobria y bella de la liturgia de los difuntos: “Dales, Señor, el descanso eterno. Y brille para ellos la luz perpetua. Y que las almas de todos los fieles difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz”. Nuestros santos y santas están en Dios, en la vida eterna. Y para nuestros difuntos confiamos que, por la misericordia de Dios, purificados de sus pecados, puedan ser ya admitidos a compartir la vida eterna.
Ahora bien, no pocos de nuestros coetáneos se preguntan, y nosotros mismos nos podemos preguntar ¿qué es la vida eterna o la vida en Dios? El papa Benedicto XVI también se hizo esta pregunta en su segunda encíclica, dedicada a la esperanza y titulada “Salvados en esperanza”. “La fe, dice el Papa, es la sustancia de la esperanza. Pero entonces surge la cuestión: ¿De verdad queremos esto, vivir eternamente? Tal vez muchas personas rechazan hoy la fe simplemente porque la vida eterna no les parece algo deseable. En modo alguno quieren la vida eterna, sino la presente y, para esto, la fe en la vida eterna les parece más bien un obstáculo. Seguir viviendo para siempre –sin fin- parece más una condena que un don. Ciertamente, se querría aplazar la muerte lo más posible. Pero vivir siempre, sin un término, solo sería a fin de cuentas aburrido y al final insoportable” (Spe salvi, nn. 10-12).
La verdad de la inmortalidad del alma fue alcanzada por la filosofía clásica alcanzó. Y aquí el papa Benedicto, citando a san Ambrosio, recuerda que “la inmortalidad, en efecto, es más una carga que un bien si no entra en juego la gracia”. Y recordando un texto de su admirado san Agustín de Hipona, el Papa añade que en el fondo queremos solo una cosa, la “vida bienaventurada”, la vida que simplemente es vida, simplemente “felicidad”. La salida a este deseo es la gracia, el don de Dios, la vida eterna.
En definitiva, ante esta gracia de la visión y ante la comunión plena con Dios, a la que la fe nos dispone y encamina, no puede menos que surgir la súplica agradecida y la humildad de la “docta ignorancia”, porque sabemos muy poco de cómo es esta vida. El Papa teólogo se adentra algo en la inteligencia de “gracia”, al escribir en su carta encíclica que la vida eterna ya no es “un continuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad. Sería el momento de sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo –el antes y el después- ya no existe”.
+ José Ángel Saiz Meneses
Arzobispo de Sevilla