Carta dominical del Arzobispo de Sevilla
El pasado lunes, 30 de enero, celebramos en la Catedral de Sevilla una Misa funeral por el eterno descanso de don Alberto Jiménez-Becerril y su esposa doña Ascensión García. Una celebración teñida de dolor, pero también de consuelo y esperanza. Dolor por las vidas humanas truncadas de manera criminal y absolutamente injusta; dolor por unas familias cruelmente golpeadas y heridas para siempre al perder a sus seres queridos de este modo; dolor por una sociedad agredida; dolor por la manifestación terrible y desconcertante de la violencia con unas consecuencias tan alarmantes para nuestra vida personal, nuestra vida social y nuestra convivencia pacífica.
Recordamos, a partir del libro de Job, un problema muy humano y siempre actual: el sufrimiento de los inocentes, el sufrimiento de las personas buenas y justas. Job, que experimenta el misterio del dolor, representa a muchas personas justas que sufren en el mundo. No es extraño que cuando una tragedia como esta nos golpea en lo más profundo del corazón, nos rebelemos de alguna manera y nos preguntemos el porqué, como le pasa a Job. La culpa no es de Dios, ni tampoco nuestra, ni de tantas buenas personas como hay en el mundo. La culpa es de los que causan dolor y sufrimiento a los demás, haciendo un mal uso de la libertad. Pero la violencia terrorista no ha podido hundirnos en el desaliento o la desesperanza ni a nivel personal ni como sociedad. Hemos de seguir trabajando por la paz y el bien común, hemos de seguir luchando por la justicia. En los momentos de profundo dolor y a pesar de la oscuridad que provoca el sufrimiento sin límite, es preciso seguir adelante, ofrecer nuestra oración y encontrar palabras de consuelo y solidaridad para con las familias.
Job nos ofrece una profunda confesión de fe en Dios, a pesar del sufrimiento: «Yo sé que está vivo mi Redentor, y que al final se alzará sobre el polvo: después que me arranquen la piel, ya sin carne veré a Dios; yo mismo lo veré y no otro, mis propios ojos lo verán» (Jb 19, 25-27). Pero es nuestro Señor Jesucristo quien ilumina la existencia, también en las circunstancias de dolor y oscuridad. En los evangelios encontramos el relato de su muerte y resurrección. La entrega de Cristo en la cruz hasta la muerte y su resurrección gloriosa constituyen el centro de la Historia, que gracias a Él se convierte en historia de la salvación. Este es el núcleo de nuestra fe, que nos abre un camino de esperanza. Ciertamente, la muerte es un misterio y a la vez es el final de la etapa que vivimos aquí en la tierra. Pero Cristo ha resucitado, ha vencido al mal, al pecado y a la muerte, y nos ha abierto el camino de la resurrección. Esta es la realidad que llena de esperanza el corazón de los creyentes, esta es la fe que la santa madre Iglesia nos transmite.
La resurrección de Cristo abre para toda la humanidad un futuro de vida plena. Él ha llegado ya a la vida definitiva que también nos espera a nosotros, porque la muerte no tiene la última palabra. La guerra, el terrorismo, el hambre, la enfermedad, la muerte, no representan el horizonte último de la existencia humana; porque nada nos podrá separar del amor de Dios, porque la resurrección de Cristo es principio de vida nueva para la humanidad. En los momentos de dolor, aunque el dolor sea tan fuerte, hemos de dar paso también a la esperanza. La esperanza firme de que no se trata de una separación definitiva, sino del traspaso a la casa del Padre, donde un día también nosotros llegaremos y nos encontraremos con nuestros seres queridos. Ofrecemos nuestra oración por el eterno descanso de Alberto y Ascensión; también recordamos a Diego Valencia, asesinado hace pocos días en Algeciras, y a todas las víctimas del terrorismo; rezamos por sus familiares, para que el Señor les conceda fortaleza. En María Santísima, tan querida en nuestra tierra, encontraremos el consuelo y la paz.
+José Ángel Saiz Meneses
Arzobispo de Sevilla