El día 15 de julio se cumplen 40 años de mi ordenación sacerdotal. Después de cuatro décadas, las palabras del Salmo 15 son las que mejor expresan mis sentimientos: «El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en tu mano: me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad.» ¿Cuál es el sentido de estas bellas palabras? No es otro que estar llamado a una gran intimidad con el Señor, de la que brota una espiritualidad específica, y entraña, a su vez, una profunda gratitud. De ahí que el salmista continúe diciendo: «Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa esperanzada (…). Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha».
La fuerza del ministerio sacerdotal radica en la fidelidad del Señor, que dura por siempre, y en este convencimiento hallamos la fuerza moral para ser fieles a nuestro sacerdocio. Querida familia diocesana de Sevilla: os invito a dar gracias al Señor conmigo por el don que de él recibí, y a que oréis por mí, por los sacerdotes y por las vocaciones sacerdotales; os invito también a dar gracias a nuestros sacerdotes por su trabajo pastoral, su entrega generosa, su fidelidad incondicional y la alegría con que viven su ministerio. En este año el Señor nos bendice con la celebración de la beatificación del venerable José Torres Padilla, un gran ejemplo sacerdotal, miembro de nuestro presbiterio, canónigo de nuestra Catedral.
El Señor, por el bautismo y la confirmación, me había acogido en la familia de la Iglesia, y me había llamado a vivir en amistad con Él, como Lázaro, Marta y María, sus amigos de Betania; pero en el momento de la ordenación sacerdotal me introdujo en el círculo de aquellos amigos a los que después de instituir la Eucaristía les dijo: “Haced esto en memoria mía” (1Cor 11, 24); aquellos a los que después de resucitado se apareció y dijo: “A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 23). Os aseguro que cada vez que medito el misterio de la transubstanciación y el misterio del perdón de los pecados, no puedo menos que sentir temor y temblor, como los profetas cuando recibían la llamada del Señor, por la desproporción entre mi pobre persona y el don recibido.
El Señor me llamó para estar con Él, en amistad e intimidad, y para ser enviado a predicar, a colaborar en la obra de la salvación, en la construcción de su Reino aquí en la tierra. El hecho de no ser siervo, sino amigo, me produce una gran alegría interior y una profunda sensación de responsabilidad, por la grandeza que comporta, por la constatación de mi propia debilidad y pecado, y a la vez, por su inagotable misericordia. La llamada del Señor y su amistad, la experiencia de su amor, de su bondad infinita, llenan de sentido y plenitud mi existencia, hasta el punto que no puedo imaginar mi vida de otra manera que no sea el camino sacerdotal.
Doy gracias a Dios por su amor y su llamada; y a María Santísima, que me ha llevado siempre de la mano; a todas las personas que me han acompañado y ayudado en estos 40 años, y especialmente a la familia diocesana de Sevilla. Pido al Señor la gracia de vivir el gozo del ministerio sacerdotal, consciente de que es un don inmerecido, con el convencimiento de que Él está siempre a mi lado; la certeza de su presencia es para mí fuente de consuelo, paz interior, impulso para remar mar adentro. A Nuestra Señora de los Reyes me encomiendo para mantenerme fiel en mi consagración sacerdotal.
+ José Ángel Saiz Meneses
Arzobispo de Sevilla